Esta mañana la báscula me ha regalado un kilo más. Y, por primera vez en mi vida, no me ha importado. Tampoco me ha afectado verme la incipiente raya del pelo que anuncia que en una semana toca tinte. Ni las arrugas de mi frente que reducen mi nivel de intelecto. Y es que mis dos dedos de testa no me dan margen de lucidez si la gravedad y la falta de colágeno siguen haciendo de las suyas.
Hoy la vida era bonita solo por estar. Hoy era un privilegio notar esos síntomas de la vejez. Hoy me dejé mecer por los años y escuché a mi cuerpo desde la serenidad de no oír nada. Porque como dice Carlos López-Otín, “la salud es el silencio del cuerpo”. Un privilegio el mío, el de hoy
Como cada sábado he salido a correr. El día era desapacible: viento, lluvia y frío. Podría haberme quedado en casa y rodar los siete kilómetros en la cinta, pero quería sentir. Necesitaba sentir. Sí, también el frío, la lluvia y el viento. Hoy quería sentirlo todo: que la lluvia mojara mi cara, que el aire me desprotegiera de la capucha, que las zapatillas se empaparan humedeciendo mis pies. También quería agradecer ese rayo de sol que se colaba entre las nubes. Luminoso, tibio, reparador.
Al bajar por el pueblo, pasé junto a la iglesia. Se celebraba un funeral. Era de alguien a quien conocía. Alguien que no merecía morir. Menos de esa manera: sin aviso y con mucho sufrimiento, dejando a un niño de apenas trece años huérfano y a unos padres desolados.
“La salud es el silencio del cuerpo”, dice Carlos. Pero hay enfermedades silenciosas que cuando se hacen oír, gritan sin dejar tregua para ninguna conversación que consensúe un buen fin.


Tengo miedo. Hasta hace unos días mi miedo era el paso del tiempo. Era la arruga indiscreta, los kilos de más (difíciles ya de quitar) o la tesitura de dejar de tintarme para lucir canas. Mi lucha era contra las señales de una vida vivida. ¡Qué error!
Envejecer es un privilegio. ¿Por qué nadie nos lo ha enseñado?
Ahora tengo miedo a una despedida atropellada. A que mi cuerpo, acostumbrado al silencio, no inicie una conversación a tiempo. A que se ponga a gritar sin haberme avisado de lo que estaba haciendo mal.
Ahora tengo miedo a dejar de poder correr bajo la lluvia, a no sentir el frío o la tibieza de un rayo de sol acariciando mi piel. Tengo miedo de que el tiempo se detenga, de que el reloj deje de funcionar y el minutero repose en un instante infinito al que quiero llegar con los deberes hechos.
Ahora tengo miedo de no ver más arrugas, a dejar de ganar esos kilos incómodos que no puedo quitarme de encima. Tengo miedo a no saber cómo me sentarán las canas y si seré capaz de acabar una maratón. Incluso de repetir hazaña.
Ahora tengo miedo a dejar de envejecer.
Ay, Eva.
Me has emocionado. Porque yo vivo con ese mismo miedo.
Pasamos mucho tiempo preocupados por el paso de los años y no nos damos cuenta de lo afortunados que somos, hasta que presenciamos lo que significa no contarlo poder contarlo.
Un fuerte abrazo.
Totalmente de acuerdo!!! 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻 Yo 🤞🏻 para seguir corriendo!!!!